Hace poco, con la mirada puesta en el estreno de El buen patrón, me propuse volver a ver todas las películas de Fernando León de Aranoa. De Familia, que vio la luz en 1996, a Loving Pablo, la inmediatamente anterior a la que hoy me ocupa. Tengo que admitir que los documentales me los salté —no porque en su día no me gustaran, sino porque no creo que vinieran a cuento—, así como también debo reconocer que en muchas ocasiones me pregunté quién me había mandado revisionar determinadas soseces. El atractivo y la gracia natural de Barrio o de Los lunes al sol, como ocurrió cuando las experimenté por vez primera, mutó hacia un profundo desencanto, de ese que llega a abrumar, cuando me enfrenté a otras cintas como Amador, o a aquella, plana y descafeinada, que gira en torno a la sobreexplotada figura del famoso narcotraficante colombiano. Afortunadamente, en esta ocasión, la balanza ha vuelto a su posición natural. El director madrileño ha logrado brillar de nuevo.
El buen patrón es, ante todo, un retrato social, una sincera radiografía sobre la lucha encarnizada, injusta, a veces nada explícita, que caracteriza las relaciones obrero-propietario. Esto, en principio, no tendría por qué llamar la atención —León de Aranoa siempre ha dejado que su cine trasluzca sus marcadas convicciones políticas—, pero la composición presenta dos particularidades con respecto a las obras anteriores del cineasta. La primera tiene que ver con el carácter de la cinta. Si en sus trabajos previos el motor que daba forma a los personajes del director —siempre trabajadísimos, coherentes, siempre honestos con el espectador— era el drama, lo que ahora mantiene el ritmo y la forma de la narración es, precisamente, el ácido sentido del humor con el que está construida. La película es divertidísima. En cuanto a su segunda particularidad, llama la atención el enfoque, y es que El buen patrón sitúa la cámara tras la figura del empresario y no tras la de sus empleados, tras el señor y no tras sus vasallos, en definitiva, tras “el que oprime” y no tras “el oprimido”. La novedad resulta acertada, funciona, y justifica el uso de la comedia como recurso. ¿Cómo conseguir acercar al público, si no, a alguien como Blanco?
Sin duda, la magia de Javier Bardem es uno de los pilares sobre los que se sustenta el conjunto de todo lo demás. El actor, inmenso, interpreta a este carismático patrón, Blanco, egoísta y calculador, director de una empresa dedicada a la fabricación de básculas. Blanco, que se desarrolla tan provisto de matices, de pliegues y tonalidades, que consigue catapultar a su propio personaje hacia un plano que se proyecta más allá de la del bien y del mal. Blanco. ¿Por qué no puedo odiarle si sé que lo merece?