Salgo del cine impresionado —quizá por la potencia de su escena final— pero al empezar a rumiar lo que acabo de ver me invade la boca un sabor agridulce. A decir verdad no tenía muy claro qué era lo que iba a encontrarme. Sabía que la última película de Almodóvar hablaba sobre la maternidad, sobre dos mujeres que se conocen en el hospital antes dar a luz y desde entonces establecen un estrecho vínculo, pero también había oído que trataba temas relacionados con la Guerra Civil y la Memoria Histórica. Con esas premisas resultaba verdaderamente complicado no sentirse atraído por la cinta, pero tras su visionado la sensación general tiende a la decepción.
La película constituye un ejemplo más de aquello que caracteriza el asentadísimo estilo del cineasta manchego: complejos personajes femeninos, víctimas en muchos casos de un destino fatal, rocambolesco e injusto, una puesta en escena marcadamente provocadora y otros elementos formales, como el uso del color, que en este caso alcanzan su punto máximo de refinamiento. Resulta interesante, en este contexto, la lectura que se ofrece de conceptos como la responsabilidad moral, el apego y la culpa, pero también llama la atención cómo Almodóvar parece querer hablar sobre absolutamente todo lo que se supone que se debe hablar.
Así, aunque funciona más o menos bien, se perciben una serie de elementos que, por su exacerbado carácter pedagógico, restan naturalidad al relato, lastrando el conjunto de una obra que llega a la última media hora de su metraje ya bastante descompuesta. En este punto se retoma la cuestión de la Memoria Histórica, que se había propuesto tímidamente al principio de la cinta y que desde entonces flotaba casi olvidada orbitando alrededor del drama interfamiliar que protagonizan Penélope Cruz y Milena Smit. Desde entonces la película avanza —demasiado— cómodamente hacia un cierre que, eso sí, ofrece una de las escenas más emotivas que el cine de Almodóvar haya regalado.
En resumen, Madres paralelas abarca pero no aprieta. Se queda a medias. No me gusta tener que admitirlo, pero la falta de conexión entre sus historias principales ha conseguido sacarme en varias ocasiones de la narración, restándole valor a los varios mensajes políticos que sus líneas pudieran haber transmitido. Su cara humana, la íntima, la que tiene que ver con la forma en que los personajes afrontan sus realidades, responden a los estímulos y se relacionan entre sí convence con creces, pero su plano pseudopolítico por desgracia nunca lo consigue. Este, de hecho, me ha dejado una sensación desagradable en el cuerpo. La sensación de que, más que como un elemento reivindicativo, genuinamente comprometido, ha sido utilizado como el aderezo oportunista de algo que, por querer acaparar muchas banderas, al final se ha hecho con muy pocas.