60 años después de su lanzamiento en salas de cine, con las adecuaciones técnicas que el tiempo ha hecho posibles, Steven Spielberg presenta su propia versión de West Side Story. Dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins, la película original, que en 1962 ganó 10 Oscars, fue la adaptación del musical homónimo estrenado en Broadway en 1957.
West Side Story narra la historia de amor entre Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler), ambos ligados a dos bandas rivalizadas por el control de las calles de la zona más pobre de la Nueva York de finales de los 50. Él pertenece a los Jets y ella es la hermana pequeña de Bernardo, líder de los Sharks. El relato, que en su concepción resulta de una reinterpretación de la tragedia de Romeo y Julieta, pudiera entenderse de nuevo como un discurso en favor del poder del amor, que se superpone a la propia vida —“vida y amor, ¿no es lo mismo?”—, en un ejercicio de dirección sobresaliente.
La versión de Spielberg respeta, quizá en exceso, las líneas del modelo. Podría dar pie esta consideración a un debate sobre el mérito de la pulcritud de una obra que, al final, acaba resultando tan semejante a su original, si bien esta discusión sería del todo estéril. A mí me parece más interesante hacer referencia a otro tipo de consideraciones, como la belleza de las imágenes de la nueva West Side Story. El identitario clasicismo de Spielberg a la hora de dirigir alcanza un plano superior cuando se tienen en cuenta las particularidades formales de la película, que convierten lo visual en su más destacado elemento.
Ya desde la primerísima secuencia, en un traveling que recorre los escombros de un solar en obras al ritmo de los silbidos y chasquidos de dedos de los miembros de los Jets, el cineasta consigue acaparar por completo mi atención. Y así me mantengo durante buena parte de la película, que derrocha estilo, que convierte cada coreografía en una experiencia única, novedosa, aunque parta del reciclaje de algo que ya existió. No siento lo mismo, sin embargo, cuando su concepción musical da pie a elongados pasajes justificativos, llegando a convertir estas bisagras en lo que considero un obstáculo para mantener el ritmo de la narración.
La escenografía, espectacular, combina los decorados reales, deliberadamente teatrales, con las opciones que ofrece el digital, creando atmósferas casi de ensueño —100 millones de dólares ha costado producir la cinta—. La música, desarrollada por Leonard Bernstein, sigue siendo la misma. Las mismas canciones y los mismos momentos. También su lectura es similar a la ofrecida por su predecesora, que se centraba en conceptos como el racismo, las consecuencias de la violencia o el amor romántico. En general, todo es igual y al mismo tiempo todo es distinto. Todo se yergue como una fiel duplicación del clásico de los sesenta, como una nueva versión de la obra, hipertrofiada a nivel visual, pero idéntica en su esencia. Ni más ni menos. Que valore cada uno si esto le parece algo bueno o algo malo.
West Side Story llegará a los cines el próximo 22 de diciembre. ¿Qué expectativas te despierta? ¡Cuéntanoslo en nuestras redes sociales, Twitter e Instagram!